Se trata de ir uniendo con un hilo fino tejido con mis pasos y ruedas, todos y cada uno de los pueblos del Mediterráneo, los paisajes, las culturas, las construcciones, la naturaleza, el arte… Que el origen de nuestra cultura hasta nuestros días se puede encontrar junto a nuestro marMare Nostrum” el que nos une "el que no entiende de fronteras...."

viernes, 28 de mayo de 2010

Claire Derouin


Una sencilla historia para empezar

(Claire Derouin, en 
Cuentos y leyendas en torno al Mediterráneo)
Hace muchísimo tiempo, cuando el mar estaba aún más desierto que los mismos desiertos, vivía un joven en la orilla norte del Mediterráneo.
El pobre no era demasiado atractivo, pues tenía la cabeza un poco grande y caminaba como un mono. Pero tenía una voz muy cantarina y, lo que es más importante, una inteligencia excepcional: el cerebro de nuestro joven homo sapiens era tan grande como una sandía. No había día que no inventara una nueva técnica de caza o fabricara un utensilio de cocina para mejorar la calidad de su alimentación; siempre estaba experimentando con todo lo que la naturaleza le ofrecía, es decir, con piedras, metales, maderas, plantas y animales, para tratar de descubrir cosas nuevas.
Este joven sabio de la Prehistoria tenía una hermana gemela a la que quería con ternura. Eran como uña y carne, y formaban una pareja ideal a la hora de trabajar. La joven era menos impulsiva que su hermano y siempre le daba buenos consejos.
Por desgracia, su fructífera cooperación no tuvo tiempo de dar sus frutos, ya que un día se vieron bruscamente separados por un violento cataclismo. El agitado mar se llevó el acantilado en el que vivían y les arrastró en direcciones opuestas. El joven fue a parar al oeste de la cuenca mediterránea, justo enfrente de su hermana, que acabó en el este, en lo que hoy es la costa del Líbano.
Pasaron algunos meses y los dos se quedaron a vivir en el lugar donde el destino les había conducido. Él formó una familia en Occidente y ella en Oriente, pero nada ni nadie conseguía hacerles felices. Hasta que al final se dieron cuenta de que no podían vivir el uno sin el otro.
Entonces el joven homo sapiens decidió ir a buscar a su hermana. Y después de un terrible viaje lleno de dificultades y de extraños monstruos, la encontró en las orillas de su nuevo y lejano país.
A partir de entonces, se trasladaban por turno el uno a la región del otro y se reencontraban tanto en el este como en el oeste. Tardaban varios meses en recorrer el camino, pues éste serpenteaba a lo largo de la costa y les obligaba a dar grandes rodeos. La única forma de evitarlos hubiera sido cruzando el mar, pero el joven, que no sabía nadar -pues en aquella época nadie sabía nadar-, no quería ni oír hablar de ello. Durante uno de sus reencuentros, intentaron buscar una forma de solucionar ese problema. El hermano dijo a la hermana:
-¡Ya está, hermanita! ¡Se me acaba de ocurrir una idea! ¡Inventaré una cosa para flotar! Cogeré el esqueleto de un conejo, lo recubriré con la piel de otro conejo y lo untaré de pez para que pueda flotar en la superficie del agua. ¡Así podremos visitarnos con mayor facilidad y más a menudo sin ni siquiera mojarnos los pies!
La hermana, siempre buena consejera, le dijo:
-Es una idea muy buena, pero puedes mejorarla. Creo que un conejo es demasiado pequeño para colocar los dos pies, sería mejor que utilizaras el esqueleto de un asno. Pero, como sus huesos son demasiado porosos, deberías coger unos tablones de madera y darles la forma de unas costillas. Si luego los unieras formando una estructura parecida al esqueleto de un asno, la recubrieras de piel y la embadurnaras de pez, entonces, ¡conseguirías una verdadera proeza!
Y haciendo lo que su hermana le dijo, el inteligente joven, mientras canturreaba, inventó el barco.
Y nunca más el Mediterráneo fue un desierto de agua salada.

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